Supongamos, sólo supongamos, que hablamos de aviones, o de recetas, o de juzgados; de trenes que no llegan a París, de fantasmas que iluminan los espejos.
Entonces un beso (ahora no supongamos) irrumpe en el aire y sacude tu espacio, te colma, te llena, te invade. No un beso antológico, no el paradigmático beso que detiene el tiempo, sino uno calmo, sin complejos, sin historia. Casi imperceptible, fugaz, delincuente.
Y luego ya no es el beso sino su ausencia. Los incrédulos labios. La mirada atónita en el abismo que me separa de tu boca. Entonces todo es confuso. Malditos aviones, malditas recetas, maldito París.
Y maldita esta boca, más tuya que mía. Ya no de las palabras, ya sólo tuya.