Quizá sea
la guerra el más vivo reflejo de la imbecilidad humana, repugnante certeza que
a fuerza de plomo y falso patriotismo ha inundado de sangre y dolor las páginas
de la historia universal.
Desde que
el tiempo es tiempo los hombres dedican gran parte de sus vidas a inventar
máquinas y dispositivos para aniquilar a otros hombres, a otras mujeres, a
otros hijos que podrían ser los suyos.
Legítima
defensa, golpes de Estado, ofensas nacionales y revoluciones varias han servido
de excusas para desatar batallas y expediciones. Incluso la paz.
Desde la piedra
y la catapulta hasta el misil teledirigido y las armas químicas, los gobiernos
perfeccionaron la industria de la guerra, y con ello la industria de la muerte.
Haber
nacido aquí o 10
kilómetros más allá será decisivo para que seas nazi o
bolchevique; argentino o chileno; bárbaro o romano. Y dependiendo de esa suerte
geográfica serás vencedor o vencido, libertador o invasor, flamearás las triunfantes
banderitas o quemarás los expedientes que desnuden tu pasado.
Y
mientras tanto los cementerios. Y los caídos. Y los tullidos. Y las viudas. Y
las minas. Y las tripas. Y el negocio. Y Nagasaki. Y el napalm. Y la muerte.
Hace 30
años este combo de locura e idiotez se apoderó de algunos cobardes que tiraban
el último manotazo de ahogado de una dictadura que ya se había hundido en su
propio lodo de picana y horror.
Y hacia
allí partieron los no cobardes. Los que no entendían nada. Iban a pelear una
guerra que no era de ellos. Las guerras son de los gobiernos, no de los pueblos.
Treinta
años después de esa historia de frío, esquirla y muerte, “conmemoramos” el
desembarco en Malvinas. Y con ello percibí algunas manifestaciones que me
alarmaron, ciertos pensamientos disfrazados de un falso patriotismo que
confunde al enemigo (sinceramente no se qué hemos celebrado).
En esa
guerra como en todas el enemigo es la guerra y sus gestores. Se llame Galtieri,
Stalin, Thatcher o Marco Aurelio.
Nunca el
otro. Nunca ese con el mismo miedo y distinta bandera. Nunca ese que es igual a vos.
Por eso
cuando se recuerda a Malvinas desde el odio hacia el inglés, el patriotismo
berreta, el que vende panfletos y olvida al hambre y la corrupción, triunfa en
los rincones más íntimos de una sociedad que debería replantear sus
prioridades.
No sé qué
hemos festejado, aún si hubiéramos ganado no sé qué hemos festejado.
La única
guerra que se gana es la que no se hace.
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